Polémicas " Desde el mortero de Krupp al rayo láser "
Por Eric hobsbawn
¿Adiós al movimiento obrero clásico?
Marxista confeso y convicto aún, el septuagenario historiador inglés Eric Hobsbawn (autor de Las revoluciones burguesas, Bandidos y la reciente Era del Imperio) reflexiona en esta conferencia sobre la crisis mundial de los movimientos obreros y se pregunta si sus victorias de principio de siglo no habrán sido, apenas, un signo de los tiempos.
Cien años después de la fundación de la Segunda Internacional, los partidos socialistas y de trabajadores se encuentran desorientados. A toda hora se preguntan con tristeza por su futuro y es lógico que así sea. Sin embargo, esta incertidumbre no es sólo patrimonio de nosotros, los socialistas.
¿Qué otros partidos, qué otros sectores de la sociedad saben realmente cómo será el futuro? ¿Quién está hoy seguro de algo sí no es musulmán, cristiano o judío fanático? Los irracionales son cada vez más otra vez; la creencia ciega es lo último a lo que uno puede aferrarse en un mundo en que todos han perdido su camino.
¿Se sabe el futuro en los Estados Unidos donde acecha el fantasma de la decadencia económica y política? ¿Se lo conoce en Roma, donde, a pesar de todos sus esfuerzos de aggiornamiento, la Iglesia va quedando de lado en el mundo contemporáneo? ¿Acaso se está tan seguro como hasta hace unos años del porvenir del pueblo judío en Jerusalén, donde el sueño de la propia liberación nacional está muriendo bajo los bastones de los soldados que apalean niños palestinos?
Es obvio que no se lo sabe en Moscú. Que incluso ni se pretende saberlo. Pero lo que está sucediendo en la era de Gorbachov, desarrollos que habían sido declarados a priori imposibles por generaciones de ideólogos de la Guerra Fría prueban que incluso a ellos les ha llegado el fin de las certezas.
¿Y los economistas, esos teólogos de nuestro tiempo, disfrazados de expertos técnicos, conocen acaso el futuro tanto como aseguran? Evidentemente no. ¡Cuán poco se habla ya de ese monetarismo que a comienzos de la década dominaba el pensamiento de los gobiernos conservadores! ¿Cuándo fue la última vez que la señora Thatcher mencionó los nombres de Friedman o Hayek? Sin embargo, sólo han pasado diez años desde sus flamantes premios Nobel.
Si nosotros, los socialistas, nos estrellamos la cabeza contra el futuro, esa tierra para la cual nuestros manuales nos prepararon mal, los otros, como se ve, tampoco tienen manuales muy aplicables.
El socialismo, como todos los movimientos nacidos en los últimos cien años, acarrea una gran cantidad de traumas de origen: ¿Cómo trasladar las certezas de los tiempos del mortero de Krupp a la era de la tecnología láser? En los treinta años posteriores a la Segunda Guerra mundial, el planeta se transformó global, radicalmente, con una velocidad tan sin precedentes que todos sus análisis previos, aunque correctos, debieron ser modificados (y desechados) a veces para atender a la nueva realidad.
Treinta años dorados
Sin embargo, es tentador concebir —y simplificar— esta transformación histórica describiéndola como un “desarrollo económico-tecnológico” o poco más. Pero esta época de expansión, de boom global (no sólo en la economía capitalista sino también, aunque en otro sentido, en las economías socialistas) estos “treinta años dorados” como los describió un comentarista francés, dejaron al mundo en herencia una crisis de larga duración que ya lleva al menos quince años. No creo por lo demás que podamos esperar un nuevo ciclo de larga duración de euforia económica mundial.
En este tiempo de crisis (que, curiosamente, comenzó exactos cien años después de la análoga Gran Depresión de la era Bismarck) las contradicciones internas y externas de la segunda posguerra han ocupado
el centro de la escena mundial. Ha quedado claro cuán frágiles e insostenibles son los viejos análisis y remedios políticos y qué difícil es reemplazarlos por otros nuevos. Por ejemplo: la desindustrialización, el virtual desmonte de la vieja economía industrial, ha emergido por primera vez como un futuro cierto para Europa. Ya no se piensa en una reconversión de las viejas industrias a otras tecnológicamente superiores sino en el total desplazamiento de la industria tradicional desde Occidente hacia las llamadas “nuevas naciones industriales” del Tercer Mundo, como Corea del Sur, que son un fenómeno de esta era de crisis.
El colapso de las viejas ideas y la necesidad de un nuevo pensamiento se nos impone a los socialistas por la misma realidad y por sus efectos en las prácticas políticas. El mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él. Quisiera incluso ir más lejos y decir: nosotros más que nadie debemos cambiar porque como partidos y movimientos populares estamos mucho más atrapados en la Historia.
Hace cien años que nos convertimos muy rápido en movimientos de masas. En 1880 no había partidos socialistas o de trabajadores con apoyo de masas, con la excepción parcial de Alemania. Veinticinco años después se considera tan natural el surgimiento mundial de partidos de masas que se pensaba que los Estados Unidos, donde no habia socialismo, eran una excepción.
Me gustaría marcar cinco puntos acerca de aquellos nacientes movimientos socialistas que hoy parecen tan viejos.
Primero: estaban formados sobre la base de la conciencia de la clase proletaria, por trabajadores manuales y asalariados. Y a pesar de su extraordinaria heterogeneidad aquellos trabajadores que se reunían en los nuevos partidos no formaban pues un grupo particularmente homogéneo. No obstante, lo que tenían en común sobrepasaba de lejos cualquier diferencia, con la sola excepción, a veces pero no siempre, de las diferencias nacionales o religiosas. Sin esta conciencia, los partidos de masas cuyo único programa era en la práctica su nombre, nunca podrían haber surgido. Sin esta conciencia, su interpelación (“Ustedes son trabajadores”) no podría haber sido escuchada. Hoy no es que no exista más una clase trabajadora, sino que aquella conciencia de clase no tiene ya ese poder de unión.
Segundo: más allá del hecho de que tanto su teoría como su práctica fueran confeccionadas específicamente para el proletariado, estos partidos no eran puramente partidos de trabajadores. Probablemente esto no era muy evidente en el altamente proletario partido Socialdemócrata Alemán (SPD) de comienzos de siglo, pero aparece claro en otros países como Finlandia. Dado el nivel de desarrollo de la economía finlandesa de ese tiempo, sólo una insignificante proporción del 47% de los finlandeses que votaron por la socialdemocrcia en las elecciones libres de 1916 pudo haber sido proletaria. Como otros partidos socialdemócratas de principios de siglo, el finés fue un gran partido popular construido alrededor del núcleo proletario.
Tercero: desde un principio, la organización de masas del proletariado como clase consciente pareció estar destinada a la específica ideología del socialismo Por eso, los partidos que se organizaron en la frontera de la lucha de clases aunque sin ideas socialistas fueron vistos ya como formas transnacionales en camino al partido socialista obrero, ya como un fenómeno periférico sin importancia.
Cuarto: el súbito surgimiento de partidos socialistas de masas reforzó la previa certeza de los marxistas de que sólo el proletariado industrial, organizado y consciente de sí como clase, podía actuar como portador del nuevo Estado. A diferencia de lo que ocurrió en vida del propio Marx, el proletariado parecía estar en todos lados y en camino de ser la mayoría de la población. El desarrollo del trabajo intensivo en la economía industrial típica de ese tiempo reforzó la confianza en la democracia, cuyos abanderados venían a ser los socialistas. La pregunta sobre quién iba a traer el socialismo parecía contestarse por sí misma.
Quinto: estos movimientos formaron originalmente fuerzas opositoras puras, que sólo alcanzaron el gobierno luego de la Primera Guerra Mundial. Como fundadores de nuevos sistemas, en el caso de los comunistas o, en el caso de los socialdemócratas, como pilares de un capitalismo reformista. Para los movimientos socialistas ambas alternativas significaron un cambio fundamental en su rol previo.
Romper el cordón
Es evidente que todas estas características fueron producto de un particular momento histórico: todos los partidos socialistas y comunistas importantes, sin excepción, surgieron antes de la Segunda Guerra Mundial y, salvo muy pocas excepciones (Como China, Vietnam o Bengala Occidental) casi todo lo hicieron incluso antes de la Primera Guerra. En la segunda postguerra, en cambio, en docenas de nuevos Estados de un mundo transformado económicamente, emergieron movimientos no comparables a los partidos socialistas de masas. Es más: los nuevos movimientos proletarios de masas comparables hoy por su estructura a aquellos de principios de siglo, han demostrado en sus prácticas políticas e ideológicas ser totalmente diferentes de los partidos socialistas originales. Tal el caso del Partido Travalhista en Brasil y de Solidaridad en Polonia.
El cordón umbilical que alguna vez conectó movimiento obrero y revolución social con el socialismo por ideología ha sido cortado. La más grande revolución en la actual crisis del mundo es la revolución iraní. Es más fácil explicar por qué los partidos obreros europeos emergieron originalmente antes de 1917 y también cómo se extendieron al Tercer Mundo entre las dos guerras mundiales que explicar la no emergencia de tales partidos y su no hegemonía desde entonces. ¿Cómo explicar por ejemplo que un movimiento obrero de masas en la Argentina haya sido posible no sobre bases socialistas sino peronistas? Este caso subraya en forma simple que nuestros clásicos partidos obreros, socialistas o comunistas, nacieron en una época específica que ya ha pasado.
Esto no quiere decir por cierto que estos movimientos hayan dejado de ser viables en sus países de origen. Todo lo contrario. En la parte no socialista de Europa forman ya el gobierno ya el principal partido de oposición en todos los Estados excepto Irlanda y Turquía. En la Europa socialista son esos partidos los que constituyen el sistema. La pregunta: “¿Adiós al clásico movimiento obrero?” no significa que no haya un futuro para el Partido Socialdemócrata alemán, el Laborista inglés o el PSOE español. Significa en cambio preguntarse qué clase de futuro tienen. Nadie puede contar sólo con la continuidad histórica. Ahí está sino el Partido Comunista Francés, que casi desapareció como un efectivo partido de masas: aún los dioses son impotentes ante la estupidez política. Este caso prueba cuán condicional es la lealtad de la gente en estos tiempos.
Conciencia de clase
Porque es la conciencia de clase, la condición sobre la cual nuestros partidos fueron construidos originalmente la que está mostrando la más seria crisis. El problema no es entonces la objetiva desproletarización que provocó la declinación del viejo estilo de trabajo industrial sino la declinación real de la solidaridad de clase. La segmentación de la clase trabajadora. Quisiera mencionar solamente el caso del Partido Laborista británico. El tradicional voto proletario inglés ha caído mucho más que la dimensión del proletariado. En 1987, casi dos tercios de los trabajadores ocupados, el 60% de los miembros de los sindicatos y más de la mitad de los trabajadores desocupados y subocupados votaron por otros partidos y el Partido Laborista reunió solamente el apoyo de más de la mitad de los desempleados. Correlativamente, casi un 50% de los votos conservadores eran de trabajadores. Un cambio similar puede ser detectado en el apoyo al PC francés. ¡Pensar que alguna vez ambos partidos pudieron confiar en la ciega lealtad de clase de sus proletarios!
No hay razón para simplemente llorar esta pérdida de conciencia de clase (aunque, como viejo marxista todavía lo hago) ni refugiarse en las nostálgicas reservas naturales donde el viejo y buen proletariado todavía puede ser hallado en su estado puro.
Por supuesto, es reconfortable que la conciencia de clase también esté derrumbándose en las otras clases. En 1987, por ejemplo, el 40% de las clases superiores británicas votó contra la señora Thatcher y entre los sectores universitarios ese porcentaje llegó a los dos tercios. No obstante, la posibilidad de nuevas alianzas políticas no compensa el hecho de que los trabajadores se estén disolviendo en grupos con intereses divergentes y contradictorios.
Frente a esto los movimientos populares que surgieron históricamente como defensores y representantes de los trabajadores y de los pobres no deben dejar esta función. Esa defensa es hoy más necesaria que nunca.
Por fortuna, nuestros partidos no son puramente partidos de trabajadores y tampoco han perdido su capacidad de formar vastas coaliciones de clases y grupos sociales, ni potencial para convertirse en partidos de gobierno. Hoy no es la conciencia de clase la que une a nuestros partidos sino la existencia de partidos o movimientos nacionales que unen gurpos y clases que de otro modo probablemente se derrumbarían.
Y esto no es poca cosa. Nuestro movimiento, y con él la totalidad de la democracia, está una vez más bajo amenaza. Nos hemos acostumbrado tanto a la democratización —o más bien a la liberalización— del sistema burgués desde 1945 y al hecho de que palabras tales como fascismo y neofascismo han sido vaciadas de contenido que nos parece difícil recordar que, en períodos de crisis como éste, el capitalismo podría volver a apelar a su receta de extrema derecha.
(Traducción: Gabriel Pasquini)
Por Eric hobsbawn
¿Adiós al movimiento obrero clásico?
Marxista confeso y convicto aún, el septuagenario historiador inglés Eric Hobsbawn (autor de Las revoluciones burguesas, Bandidos y la reciente Era del Imperio) reflexiona en esta conferencia sobre la crisis mundial de los movimientos obreros y se pregunta si sus victorias de principio de siglo no habrán sido, apenas, un signo de los tiempos.
Cien años después de la fundación de la Segunda Internacional, los partidos socialistas y de trabajadores se encuentran desorientados. A toda hora se preguntan con tristeza por su futuro y es lógico que así sea. Sin embargo, esta incertidumbre no es sólo patrimonio de nosotros, los socialistas.
¿Qué otros partidos, qué otros sectores de la sociedad saben realmente cómo será el futuro? ¿Quién está hoy seguro de algo sí no es musulmán, cristiano o judío fanático? Los irracionales son cada vez más otra vez; la creencia ciega es lo último a lo que uno puede aferrarse en un mundo en que todos han perdido su camino.
¿Se sabe el futuro en los Estados Unidos donde acecha el fantasma de la decadencia económica y política? ¿Se lo conoce en Roma, donde, a pesar de todos sus esfuerzos de aggiornamiento, la Iglesia va quedando de lado en el mundo contemporáneo? ¿Acaso se está tan seguro como hasta hace unos años del porvenir del pueblo judío en Jerusalén, donde el sueño de la propia liberación nacional está muriendo bajo los bastones de los soldados que apalean niños palestinos?
Es obvio que no se lo sabe en Moscú. Que incluso ni se pretende saberlo. Pero lo que está sucediendo en la era de Gorbachov, desarrollos que habían sido declarados a priori imposibles por generaciones de ideólogos de la Guerra Fría prueban que incluso a ellos les ha llegado el fin de las certezas.
¿Y los economistas, esos teólogos de nuestro tiempo, disfrazados de expertos técnicos, conocen acaso el futuro tanto como aseguran? Evidentemente no. ¡Cuán poco se habla ya de ese monetarismo que a comienzos de la década dominaba el pensamiento de los gobiernos conservadores! ¿Cuándo fue la última vez que la señora Thatcher mencionó los nombres de Friedman o Hayek? Sin embargo, sólo han pasado diez años desde sus flamantes premios Nobel.
Si nosotros, los socialistas, nos estrellamos la cabeza contra el futuro, esa tierra para la cual nuestros manuales nos prepararon mal, los otros, como se ve, tampoco tienen manuales muy aplicables.
El socialismo, como todos los movimientos nacidos en los últimos cien años, acarrea una gran cantidad de traumas de origen: ¿Cómo trasladar las certezas de los tiempos del mortero de Krupp a la era de la tecnología láser? En los treinta años posteriores a la Segunda Guerra mundial, el planeta se transformó global, radicalmente, con una velocidad tan sin precedentes que todos sus análisis previos, aunque correctos, debieron ser modificados (y desechados) a veces para atender a la nueva realidad.
Treinta años dorados
Sin embargo, es tentador concebir —y simplificar— esta transformación histórica describiéndola como un “desarrollo económico-tecnológico” o poco más. Pero esta época de expansión, de boom global (no sólo en la economía capitalista sino también, aunque en otro sentido, en las economías socialistas) estos “treinta años dorados” como los describió un comentarista francés, dejaron al mundo en herencia una crisis de larga duración que ya lleva al menos quince años. No creo por lo demás que podamos esperar un nuevo ciclo de larga duración de euforia económica mundial.
En este tiempo de crisis (que, curiosamente, comenzó exactos cien años después de la análoga Gran Depresión de la era Bismarck) las contradicciones internas y externas de la segunda posguerra han ocupado
el centro de la escena mundial. Ha quedado claro cuán frágiles e insostenibles son los viejos análisis y remedios políticos y qué difícil es reemplazarlos por otros nuevos. Por ejemplo: la desindustrialización, el virtual desmonte de la vieja economía industrial, ha emergido por primera vez como un futuro cierto para Europa. Ya no se piensa en una reconversión de las viejas industrias a otras tecnológicamente superiores sino en el total desplazamiento de la industria tradicional desde Occidente hacia las llamadas “nuevas naciones industriales” del Tercer Mundo, como Corea del Sur, que son un fenómeno de esta era de crisis.
El colapso de las viejas ideas y la necesidad de un nuevo pensamiento se nos impone a los socialistas por la misma realidad y por sus efectos en las prácticas políticas. El mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él. Quisiera incluso ir más lejos y decir: nosotros más que nadie debemos cambiar porque como partidos y movimientos populares estamos mucho más atrapados en la Historia.
Hace cien años que nos convertimos muy rápido en movimientos de masas. En 1880 no había partidos socialistas o de trabajadores con apoyo de masas, con la excepción parcial de Alemania. Veinticinco años después se considera tan natural el surgimiento mundial de partidos de masas que se pensaba que los Estados Unidos, donde no habia socialismo, eran una excepción.
Me gustaría marcar cinco puntos acerca de aquellos nacientes movimientos socialistas que hoy parecen tan viejos.
Primero: estaban formados sobre la base de la conciencia de la clase proletaria, por trabajadores manuales y asalariados. Y a pesar de su extraordinaria heterogeneidad aquellos trabajadores que se reunían en los nuevos partidos no formaban pues un grupo particularmente homogéneo. No obstante, lo que tenían en común sobrepasaba de lejos cualquier diferencia, con la sola excepción, a veces pero no siempre, de las diferencias nacionales o religiosas. Sin esta conciencia, los partidos de masas cuyo único programa era en la práctica su nombre, nunca podrían haber surgido. Sin esta conciencia, su interpelación (“Ustedes son trabajadores”) no podría haber sido escuchada. Hoy no es que no exista más una clase trabajadora, sino que aquella conciencia de clase no tiene ya ese poder de unión.
Segundo: más allá del hecho de que tanto su teoría como su práctica fueran confeccionadas específicamente para el proletariado, estos partidos no eran puramente partidos de trabajadores. Probablemente esto no era muy evidente en el altamente proletario partido Socialdemócrata Alemán (SPD) de comienzos de siglo, pero aparece claro en otros países como Finlandia. Dado el nivel de desarrollo de la economía finlandesa de ese tiempo, sólo una insignificante proporción del 47% de los finlandeses que votaron por la socialdemocrcia en las elecciones libres de 1916 pudo haber sido proletaria. Como otros partidos socialdemócratas de principios de siglo, el finés fue un gran partido popular construido alrededor del núcleo proletario.
Tercero: desde un principio, la organización de masas del proletariado como clase consciente pareció estar destinada a la específica ideología del socialismo Por eso, los partidos que se organizaron en la frontera de la lucha de clases aunque sin ideas socialistas fueron vistos ya como formas transnacionales en camino al partido socialista obrero, ya como un fenómeno periférico sin importancia.
Cuarto: el súbito surgimiento de partidos socialistas de masas reforzó la previa certeza de los marxistas de que sólo el proletariado industrial, organizado y consciente de sí como clase, podía actuar como portador del nuevo Estado. A diferencia de lo que ocurrió en vida del propio Marx, el proletariado parecía estar en todos lados y en camino de ser la mayoría de la población. El desarrollo del trabajo intensivo en la economía industrial típica de ese tiempo reforzó la confianza en la democracia, cuyos abanderados venían a ser los socialistas. La pregunta sobre quién iba a traer el socialismo parecía contestarse por sí misma.
Quinto: estos movimientos formaron originalmente fuerzas opositoras puras, que sólo alcanzaron el gobierno luego de la Primera Guerra Mundial. Como fundadores de nuevos sistemas, en el caso de los comunistas o, en el caso de los socialdemócratas, como pilares de un capitalismo reformista. Para los movimientos socialistas ambas alternativas significaron un cambio fundamental en su rol previo.
Romper el cordón
Es evidente que todas estas características fueron producto de un particular momento histórico: todos los partidos socialistas y comunistas importantes, sin excepción, surgieron antes de la Segunda Guerra Mundial y, salvo muy pocas excepciones (Como China, Vietnam o Bengala Occidental) casi todo lo hicieron incluso antes de la Primera Guerra. En la segunda postguerra, en cambio, en docenas de nuevos Estados de un mundo transformado económicamente, emergieron movimientos no comparables a los partidos socialistas de masas. Es más: los nuevos movimientos proletarios de masas comparables hoy por su estructura a aquellos de principios de siglo, han demostrado en sus prácticas políticas e ideológicas ser totalmente diferentes de los partidos socialistas originales. Tal el caso del Partido Travalhista en Brasil y de Solidaridad en Polonia.
El cordón umbilical que alguna vez conectó movimiento obrero y revolución social con el socialismo por ideología ha sido cortado. La más grande revolución en la actual crisis del mundo es la revolución iraní. Es más fácil explicar por qué los partidos obreros europeos emergieron originalmente antes de 1917 y también cómo se extendieron al Tercer Mundo entre las dos guerras mundiales que explicar la no emergencia de tales partidos y su no hegemonía desde entonces. ¿Cómo explicar por ejemplo que un movimiento obrero de masas en la Argentina haya sido posible no sobre bases socialistas sino peronistas? Este caso subraya en forma simple que nuestros clásicos partidos obreros, socialistas o comunistas, nacieron en una época específica que ya ha pasado.
Esto no quiere decir por cierto que estos movimientos hayan dejado de ser viables en sus países de origen. Todo lo contrario. En la parte no socialista de Europa forman ya el gobierno ya el principal partido de oposición en todos los Estados excepto Irlanda y Turquía. En la Europa socialista son esos partidos los que constituyen el sistema. La pregunta: “¿Adiós al clásico movimiento obrero?” no significa que no haya un futuro para el Partido Socialdemócrata alemán, el Laborista inglés o el PSOE español. Significa en cambio preguntarse qué clase de futuro tienen. Nadie puede contar sólo con la continuidad histórica. Ahí está sino el Partido Comunista Francés, que casi desapareció como un efectivo partido de masas: aún los dioses son impotentes ante la estupidez política. Este caso prueba cuán condicional es la lealtad de la gente en estos tiempos.
Conciencia de clase
Porque es la conciencia de clase, la condición sobre la cual nuestros partidos fueron construidos originalmente la que está mostrando la más seria crisis. El problema no es entonces la objetiva desproletarización que provocó la declinación del viejo estilo de trabajo industrial sino la declinación real de la solidaridad de clase. La segmentación de la clase trabajadora. Quisiera mencionar solamente el caso del Partido Laborista británico. El tradicional voto proletario inglés ha caído mucho más que la dimensión del proletariado. En 1987, casi dos tercios de los trabajadores ocupados, el 60% de los miembros de los sindicatos y más de la mitad de los trabajadores desocupados y subocupados votaron por otros partidos y el Partido Laborista reunió solamente el apoyo de más de la mitad de los desempleados. Correlativamente, casi un 50% de los votos conservadores eran de trabajadores. Un cambio similar puede ser detectado en el apoyo al PC francés. ¡Pensar que alguna vez ambos partidos pudieron confiar en la ciega lealtad de clase de sus proletarios!
No hay razón para simplemente llorar esta pérdida de conciencia de clase (aunque, como viejo marxista todavía lo hago) ni refugiarse en las nostálgicas reservas naturales donde el viejo y buen proletariado todavía puede ser hallado en su estado puro.
Por supuesto, es reconfortable que la conciencia de clase también esté derrumbándose en las otras clases. En 1987, por ejemplo, el 40% de las clases superiores británicas votó contra la señora Thatcher y entre los sectores universitarios ese porcentaje llegó a los dos tercios. No obstante, la posibilidad de nuevas alianzas políticas no compensa el hecho de que los trabajadores se estén disolviendo en grupos con intereses divergentes y contradictorios.
Frente a esto los movimientos populares que surgieron históricamente como defensores y representantes de los trabajadores y de los pobres no deben dejar esta función. Esa defensa es hoy más necesaria que nunca.
Por fortuna, nuestros partidos no son puramente partidos de trabajadores y tampoco han perdido su capacidad de formar vastas coaliciones de clases y grupos sociales, ni potencial para convertirse en partidos de gobierno. Hoy no es la conciencia de clase la que une a nuestros partidos sino la existencia de partidos o movimientos nacionales que unen gurpos y clases que de otro modo probablemente se derrumbarían.
Y esto no es poca cosa. Nuestro movimiento, y con él la totalidad de la democracia, está una vez más bajo amenaza. Nos hemos acostumbrado tanto a la democratización —o más bien a la liberalización— del sistema burgués desde 1945 y al hecho de que palabras tales como fascismo y neofascismo han sido vaciadas de contenido que nos parece difícil recordar que, en períodos de crisis como éste, el capitalismo podría volver a apelar a su receta de extrema derecha.
(Traducción: Gabriel Pasquini)
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